El encanto de la entrada del Soto

-¿Dónde ye que tá el bureu aquí, guapina?, me espetó un hombre con aspecto bonachón y familia proporcionada, una noche de julio cuatro décadas atrás, cuando me disponía a salir del Campamento Nacional Jose Antonio, sí, el del Soto. El mismo que hoy permanece cerrado aunque con el nombre de “Puente Viejo”.  Pero campamentos y ojes y cosas de trabajo para otro día.

El hombre dejaría a algún miembro de su prole a formarse quince días en pantalón corto, férrea disciplina en una zona donde más bien con uno corto y tres largos va mejor el macuto.  Por aquel entonces no se necesitaba indicación alguna en Boñar, porque el bureo, la animación, el ambiente, eso, era característica implícita de Boñar. Cualquier sitio a la derecha, aunque si giraba a la izquierda encontraría un mesón y más allá un par de bares, todos con solera, alguno con una inolvidable tradición carnavalera que unas cuantas generaciones llevaremos aparejada a las fiestas de San Roque, la Pista, aquel original lugar.

Siempre me gustó esta acera de Boñar, trasegada de veraneantes, campistas, boñarenses con chaquetina al hombro y de los más jóvenes con mochilas variadas. Niños, pareja con perro, caminantes solitarios, concejales entrando o saliendo en su automóvil para otear sus obras o proyectos («aquí habría que poner», «aquí habría que quitar»).

Casas de enamorados y galanes a la antigua, asturianos sacando por la ventana el frío acumulado del invierno, aroma a laca, a mantequilla, a gaseosa y a leche. Desembocadura de la calleja del tinte y reguero provisional cuando el cielo se pone de una insoportable tristeza, paso de esquiadores y domingueros.

Este lugar es una increíble y delicada alfombra protegida por el tiempo que todo lo observa en primera fila, aunque a veces ser testigo tan excepcional sea más desventaja que privilegio.